La reciente tragedia por muertes asociadas a fentanilo contaminado en Argentina expuso una doble crisis: la de un sistema regulatorio que actuó tarde y la de un discurso político que cuestiona el rol del Estado en el control sanitario. Documentos internos de la ANMAT (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología) revelan que, pese a detectar "deficiencias críticas" en Laboratorios Ramallo S.A. en noviembre de 2024, la suspensión de su actividad llegó recién en febrero de 2025, cuando lotes defectuosos ya circulaban en el mercado. El resultado: 96 muertes bajo investigación y una duda inexcusable: ¿esto se pudo haber evitado?
Las irregularidades no solo eran graves, sino también conocidas. Según los informes de la ANMAT, los inspectores documentaron fallas en todas las áreas clave de producción, desde el control de calidad hasta el almacenamiento: falta de controles microbiológicos, problemas en la validación de procesos y hasta ausencia de ensayos de endotoxinas en un fármaco de alto riesgo. En el caso del fentanilo —cuyo margen entre dosis terapéutica y letal es de apenas 0.1 mg—, estas negligencias pueden ser directamente letales. Sin embargo, en lugar de una intervención inmediata, la ANMAT, bajo la órbita del Ministerio de Salud, optó por notificar a la empresa y darle plazos para presentar 'acciones correctivas'. Mientras tanto, la producción continuó, y lotes potencialmente contaminados llegaron a los pacientes.
En este contexto, las declaraciones de Federico Sturzenegger, arquitecto de la desregulación en el gobierno de Milei, revelan un debate profundo sobre el rol del estado en el sector de la salud. Por un lado, están quienes argumentan —como Sturzenegger— que cuando los organismos reguladores fallan, generan una falsa sensación de seguridad que puede ser más peligrosa que la ausencia de regulación. Su postura se basa en una idea sencilla: si el Estado promete controlar algo y no lo hace bien, la sociedad queda más desprotegida que si nunca hubiera existido esa promesa.
Pero este razonamiento tiene un problema cuando se aplica a medicamentos como el fentanilo. En este contexto, no estamos hablando de productos donde los consumidores puedan elegir con información —como comparar precios o calidades—. Se trata de sustancias donde nadie puede verificar su seguridad (no hay forma de que un paciente detecte bacterias en un vial sellado), los errores son irreversibles (una dosis contaminada puede ser fatal) y las consecuencias afectan a la sociedad en su conjunto.
La tragedia no ocurrió porque la ANMAT regulara demasiado, sino porque no usó a tiempo las herramientas que ya tenía. El desafío subyacente no es elegir entre "más Estado" o "menos Estado", sino construir instituciones que cumplan su función con agilidad y recursos adecuados. Porque en salud pública, cuando el sistema falla, no hay mercado que pueda compensar lo que se pierde.
Por lo tanto, ¿qué tipo de regulación es necesaria para que el Estado actúe con agilidad donde el mercado falla? La tragedia del fentanilo no solo exige respuestas sobre Ramallo y la ANMAT, sino también una reflexión más profunda: en salud, la desregulación no es libertad, sino una apuesta con vidas ajenas.
¿Dónde trazamos el límite?
Fuente: Reportaje original de Camila Dolabjian en LA NACION
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